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En esta era “bajamente romántica”, como calificó Borges el siglo XX, William Ospina se empeña en volver sobre los ideales del romanticismo, fascinado por la entrega de José Martí y por el sacrificio de Byron por la libertad. En esta época marcada por el afán, el consumo y el estrés, Ospina nos recuerda la necesidad de conciliar al hombre con la naturaleza y con todo aquello que, en el espíritu humano, excede los límites de la razón y de la estadística.
EL NUEVO DIA (Antonio Melo, Francisco Taborda, Jairo Arias y María Teresa Escobar) dialogó con William Ospina sobre estos temas y, en especial, acerca de un par de propuestas del poeta que nos tocan de manera mucho más cercana: La Franja Amarilla y Lo que le Falta a Colombia, dos ensayos que revelan las reflexiones del poeta y ensayista sobre Colombia y sus conflictos

EL NUEVO DIA: ¿Cómo es su rutina de escritor?
William Ospina: En realidad ninguna. Me gustaría tener una mayor rutina literaria pero soy muy caprichoso con respecto a eso, y lo soy también con las lecturas. No tengo una disciplina que me permita establecer un tiempo regular para leer; más bien depende del libro. Algunos textos me mantienen atrapado hasta el final. Pero, sí estoy tratando, por lo menos en los últimos tiempos, de dedicarme de manera continuada a ciertas tareas. Es fácil escribir un artículo o un poema, pero para escribir un libro es necesario asumir una disciplina que, en mi caso, no es nada fácil.

Sin embargo, sus dos últimos ensayos, “Lo que le falta a Colombia” y “La Franja Amarilla”, son de largo aliento.
Sí, y para la “Franja Amarilla” tardé casi seis meses organizando las ideas en mi cabeza antes de sentarme a escribirlas. Conversé con mucha gente sobre algunos de los temas de ese ensayo y sentí la necesidad de escribir acerca de ellos. Cuando yo siento esta necesidad, todas mis conversaciones empiezan a girar alrededor de esos temas. De esta manera, cuando por fin decidí sentarme a escribir este ensayo pues ya estaba prácticamente resuelto, argumentado; “La Franja Amarilla” lo escribí mas o menos en tres jornadas porque llevaba muchísimo tiempo dándole vueltas.















































Pensar sobre Colombia

¿Cómo se dio ese paso de la percepción del mundo desde una mirada universal, en la que usted había estado trabajando en otras publicaciones, a la visión de la problemática de Colombia en “La Franja Amarilla”?
Bueno, hay una cosa que siempre me ha inquietado, y es la no correspondencia de Colombia en el mundo de la modernidad. Colombia, en algunos aspectos, es un país muy moderno, sobre todo en las peores. Pero, en algunos otros sentidos es asombrosa la diferencia que hay entre Colombia e, incluso, cualquiera de los países vecinos.
Es decir, Ecuador desde comienzos de siglo definió un proyecto nacional con una cierta nitidez; logró una separación clara entre la iglesia y el Estado y alcanzó unas características que constituyen los procesos de la modernidad. Colombia no ha vivido ese proceso en absoluto. Es uno de los países más conservadores del mundo. Y, si se pudiera usar esa jerga que a mí no me parece que sea la más adecuada, es uno de los países más atrasados del continente en términos sociales.
Cuando uno se plantea una reflexión sobre el mundo contemporáneo y sus tendencias, no deja de sentir –en términos puramente intelectuales– que el mundo al que uno pertenece no corresponde exactamente a esa sociedad contemporánea sobre la que está reflexionando. Entonces, al comparar lo que sucede en otros países con lo que pasa en Colombia, se ponen de manifiesto los grandes desajustes que hay en una sociedad que, en ciertas cosas, es completamente contemporánea y está al día en asuntos que tienen que ver con la información y con el decorado de la modernidad y que, en otras, pertenece a la Edad de las Cavernas.
Yo reflexionaba cómo en las ciudades colombianas, más que en el resto de las ciudades del mundo, uno puede ver sectores que viven como en cualquier sociedad industrial superdesarrollada, al lado de áreas que viven como en la Edad Media  y de otros que están en la Edad de las Cavernas: Hordas de nómadas que no tienen ni siquiera un lugar para vivir. Esta complejidad de la realidad colombiana, finalmente ha sido una de las cosas que me han llevado a establecer una reflexión sobre lo que necesita Colombia para llegar a ser, siquiera, un país contemporáneo ya que no se trata de proponernos como vanguardia de ningún proceso de transformación ni de redención de la condición humana.
Hay fenómenos por los que pasan todas las sociedades, es decir, no se pueden ver sólo como una maldición inevitable de un pueblo y de una sociedad. Colombia vive esas situaciones ahora y sólo en la medida en que tome conciencia de ellas y que se esfuerce por superarlas podrá acceder, de una manera coherente, a las condiciones de una sociedad moderna. Y, no lo digo porque yo idealice la modernidad; soy muy crítico con respecto a los modelos de la modernidad, pero pienso que hay algunos debates contemporáneos que no son sólo nuestros, sino que tienen que ver con el mundo entero, por ejemplo, los que involucran la ecología, la relación con la naturaleza,y una verdadera discusión sobre los paradigmas de la educación frente al futuro.

La realidad tardía

La modernidad ha sido largamente criticada en los ensayos suyos, pero ¿no sería mejor para Colombia que aspirara a ella como ideal para el futuro?
Yo creo que sí. Colombia necesita acceder a algunas posibilidades que son típicas de las sociedades liberales desde hace más de un siglo. Creo que no es posible plantearse una supervivencia, en esta época, por fuera de una relación con el universo industrial, con la técnica y con la ciencia modernas. Es muy difícil que un pueblo pueda emprender un duelo solitario, explorando un modelo económico y político al margen de las tendencias de la sociedad universal. Ese es, por ejemplo, el gran drama de Cuba: Procurar salvarse sola.
El más elemental realismo exige que uno mire las tendencias del mundo y que entienda que todos los países están inscritos en ellas. Y si a mí me gusta tanto insistir en la crítica sobre la modernidad es porque pienso que, de todas maneras, el hecho de que vayamos hacia allá no impide que advirtamos cuáles son las limitaciones y los peligros que ese modelo moderno supone para el hombre y para el mundo.
Es un fenómeno bien curioso. Nosotros vamos hacia un punto del que un sector considerable de la humanidad quiere apartarse ya: Siempre hemos vivido en una suerte de realidad diaria. Asistimos a la historia en la condición de observadores rezagados y en la medida en que el mundo logra nuevas cosas, nosotros las incorporamos a nuestra realidad pero por inercia. Inclusive, yo veo que el matrimonio civil y el divorcio como conquistas no son fruto de la lucha y de una necesidad consciente de la sociedad colombiana sino que, por pura inercia imitadora, terminamos aceptando que esas asuntos son válidos.

¿Cómo puede Colombia acceder a la modernidad y a la dinámica mundial en condiciones más dignas?
La lucidez y la particularidad de un país pueden permitirle ingresar en ese contexto no de manera indiscriminada y neutra, sino poniendo en juego también sus propias capacidades y potencialidades. Podemos entrar en la modernidad, pero no debemos hacerlo si ignonramos lo que somos, lo que caracteriza nuestra geografía, nuestra cultura y nuestra composición étnica. Es por eso que yo siento que es muy necesario formular una suerte de proyecto nacional, en el sentido de hacer un reconocimiento, un inventario de lo que Colombia es y de las características y potencialidades que el país tiene.
Tal vez el fenómeno de la apertura económica, como debate planteado recientemente en Colombia, motiva algunas de estas reflexiones, porque yo he llegado a la conclusión de que un país tiene que saber quién es antes de entrar a conversar con los otros. Pero, si entramos en esa dinámica siendo meros imitadores y meros simuladores de lo que no somos, estaríamos poniéndonos seriamente en peligro.
La convergencia de las culturas, en ese proceso de integración mundial, debe darse a partir de un reconocimiento de la propia singularidad, de lo que lleva a que cada quién sepa qué puede ofrecer y qué necesita tomar. Si no se procede así, el proceso de integración se vuelve muy insensato y lo único que produce son traumatismos sociales.
Pocos países han caído tanto como Colombia en manos de ese nihilismo que anunciaban los filósofos del siglo XIX, por una razón muy elemental: Porque en Colombia fueron mucho menos fuertes las tradiciones éticas de la civilización que en otros países. Alemania, antes de ingresar en la gran sociedad industrial, hizo la Reforma Protestante y alcanzó la consolidación de la conciencia ética del ciudadano. Así, casi todas las naciones que entraron en la Revolución Industrial, en el mundo moderno, de verdad hicieron un esfuerzo de democratización de sus sociedades y les concedieron derechos a los individuos que formaban parte de ellas.
Es cierto que la sociedad colombiana está obligadísima a ingresar en la comparsa de las sociedades industriales, pero la vida nos ha recordado que también estamos obligados a hacer una revolución democrática y a concederle derechos a la gente antes de soltarla en manos de semejante ejercicio indiscriminado de la libertad, tal como lo plantea la sociedad moderna.

Ahora que hablamos de democratización viene al caso esa frase de Borges acerca de que “la democracia es un mero abuso de la estadística”. ¿Cómo evitar que un proyecto de democratización se convierta en eso, en la tiranía de los números?
Pues esa es una de las grandes preguntas de la época, y no sólo para Colombia, por supuesto, porque el mundo inventa los modelos, los sistemas y muy a menudo los abandona a la inercia con la ilusión de que ya están definidos y completos. Yo creo que en Colombia es necesario un debate sobre la democracia y sobre lo que ella significa.
Gradualmente, en el mundo, hemos ido llamando democracia a la capacidad de los grandes sectores económicos para condicionar y para influir en una opinión pública cada vez más manipulada. Y, me parece que esta idea ha deteriorado, a grandes pasos, la definición de la democracia tal como fue concebida por sus creadores inicialmente.

William Ospina

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